sábado, 17 de enero de 2009

ANCIANO

Ariadna era bella. Su belleza recordaba épocas pasadas, medievales. No sé explicarlo (aunque se supone que se trata de esto), pero era infantil, no pueril. Deseable con ternura.

Vivía en el monte en una aldea de no más de veinte casas. Trabajaba duro para salir adelante. El campo satisface pero duele.

Tras la jornada de trabajo, un anciano, vecino suyo, retirado ya, le daba un masaje. El anciano una vez que no pudo trabajar se dedico a investigar las plantas y aprendió a hacer ungüentos con los que aliviar los dolores.

Así día tras día masajeaba las plantas de los pies de Ariadna, fatigados por el suelo pedregoso; aliviaba el dolor de sus tobillos por lo irregular del terreno; relajaba sus gemelos doloridos de tanto cargar peso; destensada sus muslos cansados por el esfuerzo.

Y Ariadna podía descansar mejor. El anciano se sentía feliz de ayudar, de sentirse útil.

Pero un día, mientras el anciano aliviaba a Ariadna, ésta le comentó – Tu buscas algo más.

El anciano levantó la vista, y mientras realizaba una pequeña mueca dijo – Si tu lo dices.

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